domingo, 13 de julio de 2014

Visitando el pasado

Todo en la Academia está tranquilo. Sus muros, otrora pulcros y casi resplandecientes, ahora son la morada provisional de aves migratorias, pequeños reptiles que se asolean en cualquiera de sus caras, entre las grietas que el inquebrantable paso del tiempo deja a modo de huellas hasta en el más sólido de sus bloques. Los blasones tallados lucen un halo de olvido y resignación. Todo el material, envejecido, parece toser durante la noche, cuando la temperatura cae y se escucha algún crujido de la madera de las vigas o de las tejas al resbalar unas sobre otras. Alfombras deshilachadas, cortinas raídas y chimeneas ya sin fuegos. Las enormes salamandras que calentaban los salones de mayor importancia viven tristes como el anciano pescador que ya no puede faenar, mientras el polvo se acumula en sus exquisitos detalles. Ya no se escucha el tintineo del mayordomo cargando su bandeja repleta de los cacharros del té de la tarde ni el alboroto de las salas de enseñanza en las horas de mayor actividad. 

Y es que sus gentes, verdadera vida y alma de estas instituciones, marcharon lejos pues sus destinos tenían otros planes. Incluido para mí. Pero aún sigo visitándola, trepando por uno de sus muros, como antaño estaba prohibido hacer, para llegar a la biblioteca y colgar el cartel "Silencio, se estudia" que siempre acaba en el suelo por el caprichoso juego de las corrientes de aire. Aunque vacía, el espectro de sus libros parece seguir allí. Incluso el polvo depositado en la infinidad de estantes se distribuye como si realmente hubiese algo aún. 

Yo gusto de sentarme y tomar uno de esos tomos, de los cuales siempre se aprende, alumbrarme con un candil (llevando mis propias velas) y pasar horas rodeado de uno de los auténticos tesoros del lugar: el saber. 

Cuando mis ojos cansados me exigen un respiro, me dirijo al salón principal y enciendo una pequeña fogata en la chimenea que aún tiene el tiro intacto. Arrastro cualquier sillón a su lado (harto incómodos todos, pues el tapizado y la estructura están deteriorados tanto o más que el resto) y dedico el tiempo a pensar. A respirar ese aire. A recordar las lecciones que impartía bajo esos techos y las interminables conversaciones con los amigos. A lidiar con la soledad que amo y odio a partes iguales. 

Allí, recuerdo, a mi buen amigo y compañero, el rector. La calidez de su mirada y sus exquisitos modales. A mi compañera en las aulas, la maestra de sentidos. Su agradable sonrisa y tierna delicadeza. A mi rudo compañero de noches, herrero sin igual y bárbaro de pies a cabeza. Camarada sin parangón. A una pequeña loba, que vimos crecer y madurar. Ahora viviendo en libertad. A la hija de las rosas, representante, siempre perfecta. Una espada hermosa y peligrosamente afilada. A un conde sagaz con un corazón que no le cabe en el pecho. A un orgulloso noldo de férreos valores, afilada lengua y soldado sin comparación. A un námbul algo enfermo pero no de la azotea. Artista del clavicordio como ningún otro vi. A un poderoso orco mayordomo, estoico de la palabra pero de peluda mirada expresiva. Y a otros tantos que pasaron y como todos, dejaron su huella en las alfombras. 

Y a medida que los recuerdos vienen y van, como el viento sobre las dunas, se va dibujando en mi rostro una sonrisa sin darme cuenta. 

Es pasado un tiempo cuando vuelve algo de paz al corazón. Cuando, quizá por el humo de esas maderas poco recomendables para fuegos, quizá por el vino escamoteado de los rincones más oscuros de esas antaño peligrosas despensas, los fantasmas dejan de bailotear alegremente en mi interior y vuelven cada uno a su castillo, a su herrumbrosa cadena. Pasan unos segundos en los que debato conmigo mismo sobre si levantarme o no de ese polvoriento butacón hasta que finalmente, mis pies toman la justicia por su cuenta y arrancan, zanjando toda discusión. 

Minutos más tarde, me encuentro en el exterior del portentoso edificio en plena noche. El silencio sepulcral se rompe únicamente con el ladrido lejano de algún perro que teme a las estrellas fugaces o a la soledad. Y allí la contemplo una vez más, bañada por la mortecina luz de una de las lunas. 

Entonces, me despido por otra noche. Hasta que nos volvamos a ver. 

Einath


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