domingo, 28 de junio de 2015

Las lluviosas tardes de María

  • Origen del relato: Reto en grupo de Facebook.
  • Condiciones: En torno a mil doscientas palabras. Continuar el texto entrecomillado inicialmente dado.
  • Hilo musical recomendado: Ver vídeo incrustado YouTube.
  • ¡Disfrutadlo!

***



" La tarde estaba lluviosa y aún así Maria , paraguas en mano, había salido a caminar por las primaverales calles de la capital. Un asunto de trabajo le había llevado hasta allí y tras una mañana de locos, la tarde había quedado libre.
Sus pasos chapoteaban sobre el agua que resbalaba por los adoquines. La idea de ir de compras no le atraía lo más mínimo y aún así era inevitable pues había recibido una invitación para una cena formal aquella misma noche.
El botones del hotel donde se hospedaba le había dado las indicaciones oportunas para llegar hasta una calle con tiendas de moda que pudieran ser de su agrado , y ahora que estaba allí se daba cuenta de que el botones le había confundido con una mujer que no era.
Se detuvo frente a uno de los escaparates torciendo el gesto. No se veía capaz de colocarse aquellos vestidos y mucho menos los zapatos que los acompañaban. Era extraño observarse a través del reflejo del cristal junto a aquellas maniquíes blancuchas y anoréxicas, Contemplando el mundo desde el vidrio descubrió tras ella la figura de un hombre, que observaba la misma exposición"
No cesaba de llover y aquel a quien veía a pocos metros tras el reflejo, se acercó. Interesado quizá o fingiendo interés en aquello que ella hacía ver que veía con la única finalidad de acercarse. Y así fue. Ambos paraguas se tocaron y encontraron la excusa perfecta para mirarse y dirigirse unas primeras palabras.
  • ¡Perdón! - comenzó él, girando su cabeza en un estudiado movimiento y deslumbrándola con una radiante sonrisa. Ante ella se erguía un caballero alto, vistiendo Emidio Tucci, portando en su mano izquierda el paraguas de la desdicha y en su derecha un gesto de perdón. Ojos y cabello morenos, barba de media tarde comenzando a hacer acto de presencia y los restos de lo que a primera hora de la mañana fuese una contundente fragancia varonil, ahora dispersa en el suave aroma que arrastra quien acaba de abandonar un café.  
  • ¡Ah! No… no pasa nada - se apresuró ella a responder, defendiéndose con una sonrisa temblorosa y tratando de domar ese quitasol venido a menos que difícilmente la protegía de las lluvias y que en este breve periodo de tiempo, a punto estuvo de voltearse por enésima vez aquella tarde.
Ambos permanecieron callados unos segundos admirando el escaparate. Carísimos vestidos que contrastaban fuertemente con su vestimenta dignamente adquirida en tiendas del grupo Inditex.
  • Qué locura de precios ¿verdad? - arrancó él, señalando con la mirada unos elegantes zapatos de tacón de casi cuatro cifras y de obscena elegancia.
  • … Sí. Total para pisar un charco o rozarlos contra un bordillo - María inconscientemente dedicó una mirada a los suyos, nada del otro mundo, que ya se veían deslucidos debido al clima y la caminata de la tarde.
  • Pero hay que admitir que sientan bien.
  • Ella … - replicó nuevamente, refiriéndose al maniquí - podrá aguantar toda la noche sin problemas. Yo a las tres horas estaría ya pidiendo o un taxi o una copa de más.
Ambos rieron y de nuevo el caballero tomó la iniciativa. Extendió su mano, buscando estrechar la de María. O eso pensaba ella, antes de que él por sorpresa la girase y muy gentilmente la saludase a la antigua usanza.
  • Mi nombre es Arturo. Aunque mis amigos gustan de llamarme Arthur, Art, o Artie, según el contexto.
María notó el súbito rubor ganando sus mejillas así como la sonrisa que se suele dibujar por efecto de la sorpresa. Tras un par de segundos obnubilada pudo recuperar su compostura.
  • Arturo… todo un caballero, sí señor. Ah, yo María.
  • Mucho gusto María.
La espontaneidad lo invadió todo. Quince minutos después de estar hablando bajo la lluvia, nuevamente Artie se aventuró, invitando a un café en un local cercano, de los de terraza cubierta en la que permanecer secos pero a la vez disfrutando del rumor de la lluvia. Él siempre correcto, en su forma de hablar, de sentarse, de mirar fijamente pero sin apabullar. Ella más informal, pero tratando de modularse en ese ambiente en el que de pronto se veía envuelta. Ambos, de buena conversación y de franca sonrisa, enseguida se encontraron cómodos y cercanos; como amigos que hace tiempo que no se veían. Como ese conocido en el que no se repara hasta que se tiene una de esas conversaciones que cambian la impresión que tienen las personas entre sí.
Y pasaron las horas. María estiró el tiempo todo lo que le fue posible, hasta el límite que el protocolo exigía retrasarse, y hasta el que la vergüenza aconsejaba llegar, consciente de que el camino de vuelta al hotel y el de ida a la cita de la noche, serían en taxi y que el tiempo dedicado a escoger modelo debía reducirse a la mínima expresión de la decisión. Y por descontado que se dieron los teléfonos y se prometieron llamar. Es más, ella sabía que Artie llamaría, pasados los dos o tres días de rigor.  
Se despidieron. En esta ocasión y por sorpresa, él plantó dos besos en sendas mejillas, lo que rompió los esquemas de María por un momento y ya al marcharse se percató de lo fuerte que latía su corazón tras el evento.
No pudo pensar con claridad el resto de la tarde. Contagiada por esa bohemia, quizá embriagada por el ambiente que había vivido las últimas dos horas, buscó por las tiendas no algo bonito, sino más bien elegante, no unos zapatos cómodos, sino adecuados, configurando al final un conjunto que logró sorprenderla.

***

Llegó a la cena. Tarde, pero dentro de los cánones. Aquella elegante mujer, venía de una auténtica carrera contrarreloj difícil de imaginar. Pero había cumplido una vez más: vestido negro, idóneo para la ocasión, perfectamente conjuntado con zapatos de tacón y complementos. Remataba el conjunto un peinado recogido, un discreto collar que realzaba su cuello y un bolso que encontró casi de casualidad en la última de las tiendas y que compró a ciegas, temerosa de mirar precios.  

No obstante nada más entrar surgió algo para lo que no estaba preparada. Desde que el primer tacón delató (más bien, anunció) su presencia, decenas de ojos se clavaron en ella. De nuevo notó el rubor, pero se mantuvo firme. Caminó por el salón y se refugió en diversos saludos a conocidos a medida que buscaba su lugar. No fue el centro durante toda la cena, ni mucho menos. Pero esos instantes sí que contrastaron con su habitual faceta para pasar desapercibida. A fin de cuentas, las cenas de trabajo, por lujosas que fueran, cambiaban el contexto, cambiaban los lugares, cambiaban a las personas y en definitiva, las reglas de juego.
Pasó el cocktail y comenzó la cena. Ella permanecía sentada entre compañeros de muy distinto rango y de pronto se encontró pensando en Artie. Las conversaciones, vacías en su mayoría, ahora no le aportaban nada. Consultó el teléfono quizá más de lo habitual, descubriendo que seguía igual que siempre. Su indiferencia resultó interesante a sus compañeros de mesa, que procuraban de descubrir el porqué de ese… algo nuevo que traía, retándola con preguntas que ella hábilmente esquivaba con sutiles ambigüedades y educadas formas. No revelaría nada de esa tarde de lluvia, café y prisas, en la que descubrió mucho de sí misma y del mundo en el que vivía.
Terminada la cena, sonando de fondo antiguas baladas swing, cuyos pianos y saxofones configuraban un hilo musical más que agradable para las obligadas charlas empresariales, los bailes y los licores, se encontró sentada en su silla, mirando hacia la multitud ya dispersa, sola en su mesa.
Su teléfono sonó en su bolso. Tuvo que contenerse para no abrirlo apresuradamente y devorar el mensaje con los ojos. Se sintió fulminada cuando en efecto, comprobó que el mensaje venía de Artie… no, de Arthur. Sonrió en ese momento más que en toda la noche, casi manchando sus dientes con el carmín recién corregido.
“Te diviertes?” - leyó. Y dejó pasar un par de minutos antes de contestar.
“Cena de empresa… resultando algo pesada” - al enviar su respuesta se arrepintió. - ¿Pesada por el ambiente o pesada por la cena en sí?... ¡Qué boba!

  • Entonces déjame animarte la velada. No quiero que mis invitados se sientan aburridos ni por un instante - escuchó tras de sí.

sábado, 27 de junio de 2015

La bellota mística

  • Origen del relato: Reto en grupo de Facebook.
  • Condiciones: En torno a mil palabras. Temática de duelo.
  • ¡Disfrutadlo!
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Allá caminaba Sir Artusí, petate a cuestas y perdido el caballo, vadeando ríos, conquistando montes y riscos y acampando al raso. Qué lo movía por esos parajes, era un simple fruto. Una semilla. En concreto, una bellota. Esto le hacía pensar en ocasiones de lo ridículo de su misión; un auténtico caballero como él buscaría espadas legendarias, el místico cáliz de plata, mechones dorados de doncellas en apuros o una escama de dragón. No él. Él buscaba una bellota y eso le hacía sentirse poco más que un puerco. ¡Eso sí! No era una bellota cualquiera. Se trataba de la bellota mística, que dicho así, no suena tan denigrante.

Sabía pues donde ir; tal roble pertenecía a una familia nobiliaria venida a menos que aún moraba en el lugar. Llegó a lo que antaño fue una gran hacienda ahora devorada por la maleza y las plantas trepadoras. Todo aparecía abandonado, mustio, olvidado. Trepó por el muro hacia lo que le parecía un patio interior, pues la copa de ese roble parecía asomar sobre él. Tres metros de escalada, varios resbalones y caídas y toda suerte de improperios después, fue a dar con sus huesos frente al precioso árbol. El patio, invadido por completo por la maleza, parecía estar construido en torno al majestuoso roble que resplandecía en pleno centro. Sir Artusí se acercó vacilando, mesando la barba que poblaba su desaseada faz.

  • ¡Alto ahí, señor! Pues de el Roble soy el guardián. Y no le está permitido llevarse nada más que su recuerdo de aquí.

Sir Artusí giró sobre sus talones y encontró, a quien parecía un gigante: un fornido soldado, algo más joven que él, que le sobrepasaba en al menos dos cabezas, de recios brazos y piernas enlatados en una armadura abollada y comida por el óxido, pero de mirada clara y precisa, como la suya. Sin duda, un compañero de armas. Así pues, caminó unos pasos hasta él y se inclinó. El gigante, acercándose igualmente, hizo lo propio.

  • ¡Buenas tardes, compañero! ¿Será que no eres tan amable de dejar que me lleve de este precioso ejemplar un par de bellotas para mi huerto? - Preguntó Artusí, mostrando su mejor sonrisa.
  • ¡Buena tarde, señor! Y es mi deseo no contradecir el vuestro, pero me temo que es imposible. Yo soy el guardián del Roble. Juré por mi honor que nadie se llevaría de este patio una sola de sus bellotas.
  • ¡Venga hombre! ¡Si tiene un buen montón de ellas!... Ay… Bueno, pues tengo un problema entonces; y es que yo también he jurado por mi honor que plantaría una de esas bellotas en mi jardín.
  • No podrá ser mientras yo se lo impida, muy señor mío. - El guardián del Roble se acercó amistoso, devolviendo la sonrisa.
  • ¿Entonces? Si tú has jurado por tu honor y yo por el mío… pues van a haber palos. - Sir Artusí, correspondiendo sus buenas formas, vino a depositar una de sus manos en su hombro, al cual casi no llega debido a la diferencia de alturas. El gigante se dejó, considerándolo un gesto de galantería y camaradería.
  • Tendrá que haberlos, señor. No encuentro otro modo de solucionar este dilema - respondió a su vez, encogiéndose de hombros y sonriendo.
  • Muy bien - continuó nuestro protagonista - Duelo… a muerte ¿no?
  • Es el honor quien está en juego, señor. No puede ser de otra manera.
  • Vale. ¿Espada o puños?
  • Sin duda la espada, arma de caballeros, como nos.
  • Opino lo mismo, sí. ¿Con escudo o sin él?

Y así debatieron todas las reglas durante horas. No podía quedar un solo fleco; se permitiría rogar por la propia vida, al igual que se permitiría perdonar la del perdedor (cosa que entre guiños dejaron casi garantizada), dónde se podría golpear y dónde no, si valdría tirar arena a la cara y hasta dejaron claro que el ganador llevaría una carta a los familiares del vencido, en caso de muerte, comunicando el óbito. Dichas cartas, por supuesto, quedaron escritas antes de la pelea.

  • Muy bien, creo que no nos dejamos nada. ¿Listo, compañero?
  • Listo, señor. ¡Por el honor!

Y tras desenvainar sus espadas cargaron uno contra el otro. El combate, en comparación, fue brevísimo; un tremendo mandoble del gigante partió la espada de Sir Artusí y fue a golpear su armadura por el costado izquierdo. No penetró la hoja en su costillar pero nuestro protagonista salió despedido varios metros hasta caer en la maleza. El guardián, a grandes zancadas, se acercó a Sir Artusí, quien yacía mareado y magullado.
  • ¿Os dais por vencido? - preguntó sonriente
  • … He tenido bastantes bellotas por hoy…

Y con una risotada le ayudó a incorporarse. Y amigos, pasaron varias horas juntos, compartiendo viandas y aventuras.
  • Por cierto señor, decidme. ¿Cómo supisteis de nuestro famoso Roble?
  • ¡Oh! Es una historia que no merece mucho la pena. Ocurrió que un obstinado caballero, por un lío de faldas, se empecinó en retarme. No tenía buena pinta… claramente fue un gran guerrero en sus días, pero la locura cabalgaba por su mente y volvía temblorosa su mano. No queriendo reconocer su derrota, después de varios garrotazos, y habiéndose deshonrado por sus palabrerías, sus mentiras y su juego sucio, no tuve más remedio que darle muerte. Fue entonces que mi escudero encontró entre sus pertenencias un diario, forrado con hojas de roble, que contaba la historia de todo el linaje hasta esta generación, propiedades mágicas del fruto y su madera y de lo valeroso que sería el que fuese capaz de sacar una sola de sus bellotas de este lugar. ¡Y qué razón, amigo!
  • … Y ese diario… ¿lo conserváis? - preguntó el guardián, con el rostro visiblemente ensombrecido.
Sir Artusí asintiendo, lo buscó entre sus pertenencias y se lo entregó. El gigante, tras examinarlo, apesadumbrado, lo guardó bajo su armadura y se puso en pie.

  • Tomad lo que quede de vuestra espada y preparaos para defender vuestra vida, señor, pues tenemos una deuda de sangre. El caballero loco, era mi padre.

sábado, 6 de junio de 2015

Destellos de lo inevitable

Como se desprenden las hojas de los árboles, como la luz se extingue ante la inmisericorde noche, como el paso del tiempo intercambia nuestra inocencia por arrugas en el cuerpo y en el alma. Así ocurre lo inevitable. Esa palabra, amarilla y vibrante, que emana el olor de una carga eléctrica y tiene el tacto del hielo agrietado. Ese molino de viento que algunos nos obcecamos en transformar en gigante para cargar contra él y perder una y otra vez.

Y cuando eres consciente de la derrota, en un segundo round te enfrentas a la realidad, regresar al camino de la correcta perspectiva. Comprendes qué es lo realmente importante en este mundo y qué es lo superfluo. Que ese castillo de naipes que construyes apunta a las estrellas, pero basta con que falle una de las primeras cartas que pusiste como para que todo se venga abajo.

Pero el mundo sigue siendo azul, sigue orbitando, sigue igual e inexorablemente su camino. Como se desprenden las hojas, vuelven a salir. Como la luz claudicó, volvió a erguirse victoriosa en la mañana. Como el anciano que revive su niñez en el ocaso de sus días. Y también eso es inevitable.