domingo, 3 de mayo de 2020

Una calabaza formidable


Tal día como hoy, hace algún año, regresaba yo en el autobús destino a la gran ciudad desde el pueblo. Mejor dicho, me disponía a ello. Esperando en la rústica estación, casi abandonada, donde antaño los parroquianos del bar salían a fumar el cigarro, ahora los pocos viajeros que domingo a domingo nos encontramos allí casi nos conocemos las caras y nos saludamos con la misma resaca anímica. Siempre los mismos a las mismas horas. Alguno falla este domingo, pero reaparece al otro, con el doble de maleta y de tarteras congeladas esperando que el camino sea benevolente con la temperatura y los tuppers lleguen lo suficientemente enteros como para volver a ponerlos en el congelador de tu discreto piso en la ciudad.

El caso es que aquel domingo encontramos a un polizón entre los nuestros. No cumplía con los patrones. No era una persona entre joven y mediana edad, con mochila y maleta, alguna cana o un pegote de libros. No, en este caso se trataba de un muchacho, que quizá no llegaba a los quince. Robusto como un tocón centenario y de mirada decidida y firme. Vestía de manera muy casual, pues casi parecía salido de casa con la ropa de faena. Uno adivinaba por su vestimenta una ascendencia agricultora y una jornada de domingo destinada a echar una mano en la finca a su familia, cortando estas y aquellas hierbas, podando o quizá guardando el tractor después de haberle echado un agua.

Lo más característico de este recio bonachón era, sin embargo, la enorme calabaza que portaba consigo. Sin bolsa o aparejo alguno que ayudase a transportarla. Una calabaza, como digo, prodigiosa. Si el muchacho era grande, la calabaza no lo era menos, pues quizá puesta en vertical le llegaba a éste por la cintura. Se veía pesada, sana y apetecible. Algo manchada de tierra, y un poco arañada, de manera muy superficial, por la piel, lo que le confería un aspecto mucho más auténtico, más fresco, más #organic #healthy #yummy #pornfood #instafood. Muchacho y hortaliza hubiesen hecho las delicias de más de uno con cámara y hashtag a mano.

No había en la estación quien no mirase de soslayo al joven mientras cuidaba de su preciado tesoro, con un mimo exquisito. La tomaba en brazos, la depositaba suavemente en el suelo, sujetándola como buenamente podía para que no rodase y se partiera, limpiaba algún terruño que aún permanecía adherido mientras hacía tiempo, pues era evidente que él viajaba con nosotros y esa magnífica calabaza también.

Sobre todos nosotros revoloteaba la duda. ¿Dónde iría con eso? No obstante, nadie tenía el valor a preguntarle. Gentes curtidas en la ciudad, habiendo desnaturalizado una buena cantidad de comportamientos, se encontraban pendientes de esa circunstancia sin atreverse a pregunarle a su joven vecino qué se contaba al respecto.

En esto que tras unos minutos con el reconcome finalmente arribó el autobús a la estación. Al verlo llegar por el costado de la estación, todos preparamos nuestra carga, incluido el chaval, que con infinita delicadeza tomó en brazos al ejemplar que llevaba consigo y se dispuso a subir, una vez el transporte estacionó y abrió sus puertas.

Cuando hizo ademán de entrar, el chófer, más por deformación profesional que por curiosidad le preguntó al respecto. - ¿A dónde vas con eso, macho? ¡Mete eso en el maletero anda! Sin embargo nuestro joven compañero se negó. Dijo que se dirigía al pueblo de al lado y que esta calabaza que él custodiaba no podía ir en el maletero porque era un regalo para su novia y su familia. Y que eso de dejarla en el maletero abandonada a los azares de la maleta que se cae, el rueda que te rueda y los humos del viaje, nada de nada. El chófer convino en ello. Finalmente aceptó y ahí se sentó la criatura, poniendo en el asiento contiguo su preciado presente.

Nadie dijo nada en el transcurso del viaje. De alguna manera, todo el mundo esperaba la llegada a la siguiente parada en la ruta para ver el desenlace. Concentró toda la atención el joven y los escasos quince kilómetros hasta el siguiente destino se hicieron inusualmente largos. Pero al final ahí llegamos. Al torcer y encarar a la estación, allí encontramos a una joven muchachita, posiblemente de la misma edad que nuestro amigo, que al ver llegar al gran transporte se levantó del banco donde pacientemente esperaba (curiosamente, sin mirar móvil alguno, esperando como mirándose los cordones de las zapatillas) y dio un par de pasos hacia la zona designada para aparcar. Dos sonrisas se cruzaron. El muchacho, con cierta impaciencia pero sin descuidar su presente, lo tomó nuevamente en brazos y enriló el pasillo, siéndole cedido el paso hasta las escaleras de salida por todos los que se encontró en su camino. Bajó con pausa, asegurando cada peldaño y tocó tierra. Allí se acercó su muchacha, con cara sorprendida al ver el tamaño del regalo, que al serle entregado acusó como muy pesado debido a la expresión que tornó en su cara; de sorpresa a esfuerzo.

Caminaron un par de metros y consciente de que ella sufriría lo que no está escrito hasta llegar a su casa, cayendo en la cuenta y muy caballeroso, nuestro joven compañero volvió a tomar en brazos esa magnífica calabaza, llevándola con decisión y una sonrisa sincera y vergonzosa. Satisfechos y felices. 

Sucedieron entonces los comentarios mientras el autobús se alejaba y, desde las ventanas, todos contemplaban la escena. -¡Te parece qué... la calabaza que le ha dao!...- dijo el chófer, rompiendo el hielo. -No van a quedar con ganas de probarla este año, no...- contribuyó una señora. -¡Ea!... también venirse en autobús pa' darle eso... ¿no podría haberse bajao en la furgoneta?- Y así sucesivamente. Hubo, como digo, una explosión de comentarios contenidos que me sorprendieron en cuanto a las apreciaciones. Una escena no desprovista de cierta gracia, el toque rural y eso. Quizá lo que más me sorprendió fue la apreciación que nadie hizo; posiblemente esa calabaza en el mercado hubiese valido poco menos que el precio del viaje en sí. Desde luego tampoco es el regalo que nadie espera cuando su pareja le dice "hoy te llevo una sorpresa", pero diantre, qué gesto más hermoso y noble tuvo el muchacho.  

domingo, 8 de julio de 2018

Ascenso a las estrellas

Minuto noventa y tres. La grada jaleaba ante el pase en profundidad que el centrocampista había trazado con precisión de cirujano a través de la barrera defensiva, severamente adelantada fruto del incesante asedio que llevábamos sufriendo durante toda la segunda parte. Corrí entre los defensas, quebrando la cintura de uno de ellos y rezando por no haber apurado un fuera de juego que pudiera echar por tierra esa última oportunidad de empatar el partido. Ellos, visitantes, con tres tantos. Los locales llevábamos dos y sufriendo, uno de ellos de carambola, pero había subido al marcador. Las estadísticas y las apuestas apoyando al rival, la afición dividida y el sol en nuestra contra. Crucé la línea defensiva por la diestra del cuatro rival, mientras que el balón, en definición perfecta, hacía lo propio por su siniestra. En mi mente, la imagen del árbitro segundos antes consultando su reloj se dibujó con total nitidez cuando me encontré con el balón a unos veinte metros del portero rival. Avancé exprimiendo las últimas energías que me quedaban y vi cómo el cancerbero intentaba abarcar lo inabarcable extendiendo sus brazos para tapar huecos. Impulsé el balón con un toque más y corrí casi sintiendo el aliento del defensa rival en mi cuello. Todo enmudeció cuando del empeine golpeando el cuero sonó un… ¡zud! y acto seguido la pelota volaba hacia portería. Surcó el área recta como un obús de artillería, pasando bajo el brazo izquierdo del portero, pegada a su costado. Éste no pudo más que intuir el chut y para cuando quiso bajar los brazos el balón volaba ya varios metros tras de él. Comencé a celebrar el tanto incluso antes de que el balón hubiese entrado en portería. Mientras echaba a correr con los brazos abiertos, la pelota golpeaba con fuerza la red, arrancándole ese sonido, como un rasguido, propio del impacto del cuero ante esa infinidad de nudos. La grada rugió enfervorecida e instantes después, el árbitro pitaba el final de la contienda, sentenciando que salvábamos más que un punto valiosísimo: salvábamos la honra ante el eterno rival. Desperté, como siempre, cuando pateaba el banderín de corner de pura rabia. Había vuelto a soñar con aquel encuentro. Una o dos noches por semana lo revivía, idéntico a como ocurrió. Miré el reloj. Llegaba tarde a clase.


***


El fútbol profesional me dio de lado cuando descubrí su naturaleza menos visible. Esa que no sale en las noticias. El reverso del deporte rey: un día destacas en el juvenil de uno de los grandes y de pronto empiezan a llover amigos; “prueba esto, impulsará tu carrera”, “no te preocupes, está dentro de los límites”, “solamente saca lo mejor de ti, nada que no tengas dentro”... frases que en una etapa temprana de deslumbramiento y de ego exacerbado pueden marcar tu carrera. Tú, ignorante como eres, habiendo escuchado tanto de Di Stéfanos, Maradonas y Cruyffs, lo das todo por ser como ellos. El canto de sirena de la fama, el éxito y el estrellato te embelesa con una facilidad pasmosa y comienzas con algo irrisorio. Solo probarlo, por ver qué tal. Quizá más por efecto placebo que por el del propio fármaco, sientes que en ese partido has brillado. Tus pases son más precisos, dejas atrás a cualquiera en un sprint e incluso la grada parece más eufórica, atronadora. Y esa ovación, créeme, es lo verdaderamente adictivo.



Una carrera fulgurante. Los columnistas alaban tus tantos y las redes sociales difunden tus hazañas en el campo. Gustas y te gustas. Te permites soñar con lo que tanto tiempo llevas anhelando: fichar por un equipo de primera con renombre, deslumbrar, levantar uno de los grandes títulos y convertirte en una leyenda. Los comentarios de tus allegados no hacen más que alentar estas fantasías y la impaciencia te corroe. Como un Ícaro que pretende llegar a lo más alto, no piensas en las consecuencias de tus actos. Piensas que tus alas serán eternas y que el mundo está puesto ahí para ti. Necesitas resultados ya, porque con casi veinte años puede que estés llegando tarde.


De pronto, meses mas tarde te encuentras firmando tu carta de renuncia por irregularidades en tus análisis. Has querido correr antes de saber caminar y puede que en un partido importante, repleto de ojeadores y prensa, hayas excedido los límites pensando que una pizca más de ésto o aquéllo te proporcionará ese punto extra y pasará desapercibido. Es paradójico cómo con algo tan minúsculo, incluso un error de cálculo puede arruinar una carrera entera. Ahí termina todo. Esa firma en el documento de renuncia sentencia el fin de tus sueños.


Pagas tu frustración con el mundo entero, pues es quien ha conspirado contra ti. Destierras todo sentimiento de culpa o arrepentimiento, reemplazándolo por reproches, amarguras y acusaciones. Te repites todos los días “y yo qué sabía”, “han ido a por mí, porque todos lo hacen”, “hay otros intereses en juego aquí”...

***

Llegué a la clase con tres minutos de retraso. Los chicos se encontraban vestidos y calentando. La capitana de esa tropa de alevines anunció mi llegada y pronto todos hicieron un corro a mi alrededor. Saludé a algunos de los padres que aún quedaban por la cancha y tras ello, a dos golpes de silbato, el equipo comenzó a correr de portería a portería, conduciendo sus balones con mucha pericia. Se notaba que venían con ganas, como siempre. Miro sus caras, tan frescas como la propia mañana del sábado y pienso en el futuro prometedor de cada uno de ellos, en las lesiones que tendrán que afrontar, en los noes de los representantes o en los fracasos en encuentros decisivos, tanto dentro como fuera de las pistas. De todos ellos, con suerte uno llegará a lo más alto, no sin haber dejado muchas lágrimas sobre el cesped y sobre su almohada. Y a ése, como a ninguno, le dejaré cometer los mismos errores que cometí. Porque el juego limpio es la máxima del Dédalo F.C.