lunes, 20 de marzo de 2017

Nuestra porción de basura

Ocurría hace algunos días. Caminaba yo por la calle Princesa, con música en mis oídos (Poison, creo recordar) para una sesión Lalala mar de saludable de cine. Mochila a las costillas, todo feliz, eran como las cinco de la tarde de un sábado, soleado, pre-primaveral por esa concurrida avenida, fuente de sucesos e historias para los ojos despiertos, que no digo que los míos lo sean, pero bien tuvieron a captar la situación que me dispongo a contar. 

Anduve por esa calle, como decía, y ya próximo a mi objetivo me encontré con una aglomeración de gente en torno a un local de moda, posiblemente haciendo cola para algún tipo de evento, ya saben, el músico, grupo, youtuber, instagramer, dealer, de turno llamando a sus masas y amasando a sus llamas. 

- WTF bro?

¡En fin! Que en estos derroteros me encontraba, esquivando, adolescentes, conversaciones profundas sobre Kant, Germain, Marx y Amaral, clases sobre elegancia, lecciones de historia y palabras que jamás habría escuchado sino en la R.A.E. cuando uno de estos individuos, de excelsos modales y porte, sentado en un banquito con media sonrisa vistiéndole el rostro, ojeaba el tique de lo que parecía el refresco que disfrutaba antes de la función. Con gesto medido, muy Ian Fleming, acompasándolo con un sonido algo así como... "mmnéh..." lo arrojó lejos, mejor dicho lo intentó, puesto que en un desliz no consideró la resistencia al aire de la hojilla de papel y ésta grácil como mariposa fue a revoloteando a poca distancia de sus pies. 

Me disponía a sacar a pasear al buen ciudadano, eco-friendly, que llevo dentro cuando la lección de humildad pudo dársela uno de nuestros mayores. Percatándose cual T-Rex de cierto movimiento a su paso, se detuvo contemplando el papelillo revolotear a escasos centímetros de sí. Lo observó unos instantes, el tiempo exacto para que nuestro joven cayese en la cuenta de que había captado la atención de ese individuo dos generaciones más solemne, sabio y sensato que él. 

Fue a medida que el mayor de los dos se agachaba a tomar el papel cuando el chaval del banco comenzó a cambiar de color; de su pálido pero aún así saludable tono de piel, a uno tan rojizo como el del vaso del refresco con el que se deleitaba hasta ese momento. 

Su expresión durante esos microsegundos fue un crisol de sensaciones. Había algo de vergüenza, desde luego, pero también había un mucho de enfado, un atisbo de contrariedad mal disimulada, y no es para menos. Aquel tique, aquel pedazo de basura, era "su" pedazo de basura, que él había querido dejar ahí y que nadie tenía derecho a reclamar. Y de manera impulsiva, repito, en décimas de segundo tras ver su tique en manos ajenas, no pudo reprimir un "¡Eh!..." todo ofendido, al anciano. 

- ¿Es esto tuyo, hermoso? - imagino le dijo nuestro amable jubilado, acercándole el papel. Sin mediar palabra, ni siquiera levantarse del banco, tomó con cierto desdén de vuelta su tique huérfano y lo guardó en uno de sus bolsillos. 

Esta situación me recordó de alguna manera a la regla de los cinco segundos. ¿Hasta cuándo nos sentimos responsables de la basura que dejamos? Casi tiene parte de avaricia, bien pensado. No lo quiero... pero tampoco lo quiero para otros. Corrijo; para mí o para nadie más. 

Quizá sea algo que únicamente pasa con los pequeños trocitos de papel. 

#StayAlert!