domingo, 6 de julio de 2014

Rosas secas

Amanece un día. Te levantas temprano y sales a pasear. El cielo está despejado, tus obligaciones no te retienen dentro y hay un frescor envidiable en el ambiente. Ese que enfría al cabo de mucha exposición, pero a la vez resulta muy agradable. Hay humedad en el aire y todo el ruido que se percibe es el silencio roto por el viento siseando a través de las copas de los árboles. 

Paseas e inspiras hondo. Notas el frío invadiendo tus pulmones, pero no es desagradable. Un cielo cristalino pero aún no completamente iluminado. El Sol... por allí andará, aún debatiéndose si levantarse o esperar cinco minutos más. Pero tú paseas porque hoy has madrugado más que él. 

De pronto, entre todo el verdor en el que te mueves, un precioso rosal resalta entre todo lo demás. Distingues tres fragantes y delicadas rosas rojas que parecen de terciopelo. La primera, madura, completamente abierta y con los bordes de algunos de sus pétalos casi ennegrecidos. La segunda de ellas es apenas un capullo que ha comenzado a abrirse, quizás hace unas horas. La última es perfecta. Vive en su total juventud, ajena a la inmadurez de la segunda y a las imperfecciones de la primera. 

Tan poderoso es su hechizo que te detienes ante ella. Cuando te fijas, las gotas de rocío aún anidan en sus pétalos de terciopelo y cuando te has acercado a mirarla con detenimiento, su aroma ha impregnado hasta lo más hondo de tu ser. 

No te lo piensas demasiado. "Esa rosa debe ser mía". Y con sumo cuidado para no pincharte con sus numerosas espinas, logras arrebatársela al rosal haciendo que algunas de esas gotas de rocío caigan sobre tu mano desnuda. 

Feliz, regresas a tu hogar tras finalizar el paseo. Consideras que has hallado un tesoro único e irrepetible y así lo conservarás. Nada más llegar a casa, llenarás un vaso con agua que servirá como el nuevo hogar de tu nueva compañera y aplicarás una serie de remedios caseros para que sea lo más longeva posible.

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Al cabo de unos días, los primeros síntomas del deterioro disparan tus alarmas. ¿Qué estaré haciendo mal? Es imposible de asumir así que cambias el agua, añades una aspirina (dicen que funciona) y la proteges de la luz. Procuras no mover el recipiente demasiado pues comienza a ser frágil... 

Pasas días pensando. Mirando de soslayo. Sus vivos tonos rojizos comienzan a apagarse, fundiéndose en un matiz negruzco de cierta belleza. Su firmeza es ya cosa del pasado y casi te atemoriza siquiera mirarla o caminar a su lado. 

Finalmente llega el momento. Asumes que tu preciosa rosa roja no durará eternamente, al igual que tampoco durarán eternamente los más altos muros, las ancianas pirámides o el propio padre Sol que le dio la vida. Piensas que ha llegado el momento. Seguir alimentando su tenue vida añadiendo más agua únicamente conseguirá que al final del todo, tengas una rosa podrida. Que pétalo a pétalo caigan todos hasta que el único recuerdo que te quede sea un tallo con espinas en un vaso, cuyo líquido empieza a tomar tonos color ocre.

Con el dolor de tu alma y corazón, con la mayor de las delicadezas, sacas la rosa del vaso. Pierde algún pétalo en el proceso, es normal. Mirándola trémula en tu mano, ahora salpicada con agua estancada y no con rocío, la admiras: su aroma sigue ahí. No tan intenso pero sigue siendo el mismo. 

Y llevándola a un pequeño tarro de cristal repleto de piedrecitas ornamentales de colores, asumes que es la mejor solución. Es mejor privarla ya de agua, para que al menos se apague conservando aún sus formas y su aroma para siempre.

Un delgado tallo, aún con espinas, coronado por una preciosa rosa roja (ahora más bien negra) que conservará su aroma y sobre todo el recuerdo. El recuerdo de la preciosa rosa roja que fue, de la fragancia que dejó en tu vida y de los momentos tan hermosos que habéis compartido. 
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Gracias, mi pequeña rosa roja. Jamás te olvidaré.

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