martes, 28 de febrero de 2017

Mis textos mediocres

Es difícil lidiar con la mediocridad, transitoria, molesta, de trinchera, pero perseverante como un mal vicio que se le aferra a uno a los huesos y tiende a aparecer en los momentos más inoportunos. Me pasa mucho. Te despiertas una mañana cargado de ímpetu y las circunstancias te van dando collejas, recordándote que no eres ningún genio en ningún área (lo normal, por otra parte) por mucho que factores externos nos hacen creer lo contrario con sus fines demagógicos y poco altruistas. 

Llevo semanas trabado con un texto. En un arrebato de inspiración lo orquesté, como haría todo buen ingeniero: hice un esquema, elegí algunas de las palabras, desarrollé algunos borradores, percatándome así de cómo no quería dibujar esa opinión. Indagué, investigué, pulí las ideas... y ahí sigue, en borrador, un proyecto. Una opinión no especialmente profunda, pero que me propuse exponer de la mejor manera posible, lo que tiene una repercusión importante en lo referido al time to market. La gracia es que nunca monto una parafernalia tal a la hora de escribir. Pocas veces me lo tomo tan en serio como para definir una estrategia y comenzar a seguirla. La espontaneidad, supongo, es la clave para mí. Después evidentemente limpio, fijo y doy esplendor al fruto de mis excentricidades o inquietudes, que toma ya su personalidad después de la tercera lectura y corrección. 

Sin embargo, como venía diciendo, la mediocridad me invade cuando abro este borrador. La página virtual, con no poco escrito, se resiste a ser domada por mis manos y mis palabras. ¡Qué te habré hecho yo! Titubeo, mi mente tose y mis manos responden peor. Cometo faltas que no detecto hasta no haber leído tres o cuatro veces lo mismo, porque mis ojos pasan por encima de las letras obviando los errores. Necesito el contenido semántico, no la forma. No miro la fecha de caducidad ni la composición, abro el tarro y lo echo en esa cazuela donde a fuego lento (lentísimo) se está cociendo la obra por ya más de tres semanas. 

A todo esto... ¿de qué va?


Pues de una dualidad. Un reflejo encontrado en todos y en uno mismo que se repite en cada individuo, lo sepa o no. De ese conjunto de circunstancias al que muchas veces no se le pone nombre, pero que goza de identidad propia en el momento en que se le otorga. Esa sabiduría dispersa que una palabra recoge como lanzando un cordel, como capturando una nube con una suerte de tejido que la envuelve y contiene. De obviedades para aquellos ojos inquietos, y de indiferencia iluminación para las miradas hedonistas, acomodadas, oteadoras del facilismo.

Y es que nada de lo que merece realmente la pena es fácil salvo evidentes y mundanas excepciones. Ya no hablo de escribir un texto, que leerá más o menos gente, gustará o se entenderá, sino de los objetivos, de metas menos prosaicas, de esas visiones de nosotros mismos de uno de enero. Todo eso cuesta. Y mucho de ello queda en el tintero, en intenciones que nos miran taciturnas en un rincón de nuestra conciencia, recordándonos que hemos vuelto a fallar y a caer. 

Haciendo honor al título de esta entrada, en efecto, tengo una buena colección de textos mediocres, palabras mediocres, actitudes mediocres y características mediocres. Algunos, públicos, otros más siniestros envueltos en un manto de sombras, siendo partícipes de mis noches de recogimiento y mis soledades. Inevitables, por cierto. Puesto que... ¿cómo vamos a comparar sino con aquello que realmente nos hace brillar? ¿dónde estaría la contrapartida? Necesitamos esas mediocridades como necesitamos nuestros defectos, nuestras deudas, nuestros instintos, nuestra razón, nuestro carisma, nuestras virtudes y nuestra genialidad. Pero hay que ver lo mucho que fastidian.

Dixi.




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