sábado, 27 de junio de 2015

La bellota mística

  • Origen del relato: Reto en grupo de Facebook.
  • Condiciones: En torno a mil palabras. Temática de duelo.
  • ¡Disfrutadlo!
***


Allá caminaba Sir Artusí, petate a cuestas y perdido el caballo, vadeando ríos, conquistando montes y riscos y acampando al raso. Qué lo movía por esos parajes, era un simple fruto. Una semilla. En concreto, una bellota. Esto le hacía pensar en ocasiones de lo ridículo de su misión; un auténtico caballero como él buscaría espadas legendarias, el místico cáliz de plata, mechones dorados de doncellas en apuros o una escama de dragón. No él. Él buscaba una bellota y eso le hacía sentirse poco más que un puerco. ¡Eso sí! No era una bellota cualquiera. Se trataba de la bellota mística, que dicho así, no suena tan denigrante.

Sabía pues donde ir; tal roble pertenecía a una familia nobiliaria venida a menos que aún moraba en el lugar. Llegó a lo que antaño fue una gran hacienda ahora devorada por la maleza y las plantas trepadoras. Todo aparecía abandonado, mustio, olvidado. Trepó por el muro hacia lo que le parecía un patio interior, pues la copa de ese roble parecía asomar sobre él. Tres metros de escalada, varios resbalones y caídas y toda suerte de improperios después, fue a dar con sus huesos frente al precioso árbol. El patio, invadido por completo por la maleza, parecía estar construido en torno al majestuoso roble que resplandecía en pleno centro. Sir Artusí se acercó vacilando, mesando la barba que poblaba su desaseada faz.

  • ¡Alto ahí, señor! Pues de el Roble soy el guardián. Y no le está permitido llevarse nada más que su recuerdo de aquí.

Sir Artusí giró sobre sus talones y encontró, a quien parecía un gigante: un fornido soldado, algo más joven que él, que le sobrepasaba en al menos dos cabezas, de recios brazos y piernas enlatados en una armadura abollada y comida por el óxido, pero de mirada clara y precisa, como la suya. Sin duda, un compañero de armas. Así pues, caminó unos pasos hasta él y se inclinó. El gigante, acercándose igualmente, hizo lo propio.

  • ¡Buenas tardes, compañero! ¿Será que no eres tan amable de dejar que me lleve de este precioso ejemplar un par de bellotas para mi huerto? - Preguntó Artusí, mostrando su mejor sonrisa.
  • ¡Buena tarde, señor! Y es mi deseo no contradecir el vuestro, pero me temo que es imposible. Yo soy el guardián del Roble. Juré por mi honor que nadie se llevaría de este patio una sola de sus bellotas.
  • ¡Venga hombre! ¡Si tiene un buen montón de ellas!... Ay… Bueno, pues tengo un problema entonces; y es que yo también he jurado por mi honor que plantaría una de esas bellotas en mi jardín.
  • No podrá ser mientras yo se lo impida, muy señor mío. - El guardián del Roble se acercó amistoso, devolviendo la sonrisa.
  • ¿Entonces? Si tú has jurado por tu honor y yo por el mío… pues van a haber palos. - Sir Artusí, correspondiendo sus buenas formas, vino a depositar una de sus manos en su hombro, al cual casi no llega debido a la diferencia de alturas. El gigante se dejó, considerándolo un gesto de galantería y camaradería.
  • Tendrá que haberlos, señor. No encuentro otro modo de solucionar este dilema - respondió a su vez, encogiéndose de hombros y sonriendo.
  • Muy bien - continuó nuestro protagonista - Duelo… a muerte ¿no?
  • Es el honor quien está en juego, señor. No puede ser de otra manera.
  • Vale. ¿Espada o puños?
  • Sin duda la espada, arma de caballeros, como nos.
  • Opino lo mismo, sí. ¿Con escudo o sin él?

Y así debatieron todas las reglas durante horas. No podía quedar un solo fleco; se permitiría rogar por la propia vida, al igual que se permitiría perdonar la del perdedor (cosa que entre guiños dejaron casi garantizada), dónde se podría golpear y dónde no, si valdría tirar arena a la cara y hasta dejaron claro que el ganador llevaría una carta a los familiares del vencido, en caso de muerte, comunicando el óbito. Dichas cartas, por supuesto, quedaron escritas antes de la pelea.

  • Muy bien, creo que no nos dejamos nada. ¿Listo, compañero?
  • Listo, señor. ¡Por el honor!

Y tras desenvainar sus espadas cargaron uno contra el otro. El combate, en comparación, fue brevísimo; un tremendo mandoble del gigante partió la espada de Sir Artusí y fue a golpear su armadura por el costado izquierdo. No penetró la hoja en su costillar pero nuestro protagonista salió despedido varios metros hasta caer en la maleza. El guardián, a grandes zancadas, se acercó a Sir Artusí, quien yacía mareado y magullado.
  • ¿Os dais por vencido? - preguntó sonriente
  • … He tenido bastantes bellotas por hoy…

Y con una risotada le ayudó a incorporarse. Y amigos, pasaron varias horas juntos, compartiendo viandas y aventuras.
  • Por cierto señor, decidme. ¿Cómo supisteis de nuestro famoso Roble?
  • ¡Oh! Es una historia que no merece mucho la pena. Ocurrió que un obstinado caballero, por un lío de faldas, se empecinó en retarme. No tenía buena pinta… claramente fue un gran guerrero en sus días, pero la locura cabalgaba por su mente y volvía temblorosa su mano. No queriendo reconocer su derrota, después de varios garrotazos, y habiéndose deshonrado por sus palabrerías, sus mentiras y su juego sucio, no tuve más remedio que darle muerte. Fue entonces que mi escudero encontró entre sus pertenencias un diario, forrado con hojas de roble, que contaba la historia de todo el linaje hasta esta generación, propiedades mágicas del fruto y su madera y de lo valeroso que sería el que fuese capaz de sacar una sola de sus bellotas de este lugar. ¡Y qué razón, amigo!
  • … Y ese diario… ¿lo conserváis? - preguntó el guardián, con el rostro visiblemente ensombrecido.
Sir Artusí asintiendo, lo buscó entre sus pertenencias y se lo entregó. El gigante, tras examinarlo, apesadumbrado, lo guardó bajo su armadura y se puso en pie.

  • Tomad lo que quede de vuestra espada y preparaos para defender vuestra vida, señor, pues tenemos una deuda de sangre. El caballero loco, era mi padre.

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