domingo, 11 de enero de 2015

Una mansión barata

- Quinientas mil son demasiadas. Aceptaría el trato por no más de cuatrocientas. 
- Solamente el patio de armas vale esa cantidad. Te estás aprovechando de la situación. Cuatrocientas setenta y cinco mil es lo que estoy dispuesto a aceptar. Es eso o la derribo. 
Tomó su tiempo para figurar una reflexión. De hecho estaba claro que por ese precio sería una locura dejarlo pasar... incluso por el doble. Pero el rigor del regateo era necesario en esa sociedad y aceptar demasiado pronto una oferta le haría parecer débil. 
- Está bien. Cuatro y setenta. 
- Cuatrocientas setenta y cuatro mil, perfecto. 
Estrecharon las manos. El reciente comprador, apretando su diestra con fuerza y siempre mirando a los ojos preguntó - ¿Por qué te quieres deshacer de ella? Más por este precio. Con tiempo la hubieses vendido por tres veces este valor. 
Hecho que ambos sabían y habían obviado hasta el momento de sellar el trato como caballeros - Asuntos familiares - contestó, y consideró de mal gusto preguntar más. 

Del carro del que tiraban sus dos caballos, Estiércol y Rastro, eligió uno de los baúles. Con ayuda de una báscula retiró monedas al peso que fue depositando en una bolsa. Tras unos minutos intercambió el baúl por un manojo de llaves, algunas grandes como cucharas y otras pequeñas como un botón. 

- Acabas de hacer una buena compra.
- Por tu bien. 

*

La mansión, casi un castillo, era tremendamente grande y ostentosa. Contaba con jardines amplios y salvajes, donde de no ser por el par de altas torres que se erguían en la vivienda casi cuarenta metros a lo alto y servían de referencia, sería fácil perderse. Un pequeño muro de algo más de metro y medio cercaba esos terrenos entre los que era frecuente encontrar animalillos silvestres. Siempre se dijo que de la caza en esos jardines podría vivir una persona sin demasiadas estrecheces. El patio de armas, más discreto, estaba completamente equipado con todos los aparejos que un caudillo necesitaría para instruir a una pequeña tropa de no más de treinta hombres. Las dependencias mostraban mucha riqueza deslustrada por el tiempo. Techos altos, gruesos muros, chimeneas en todas las habitaciones (que se contaban a decenas), cocina y despensas propias de un castillo, un par de grandes salones donde antaño se celebrarían banquetes hasta un sótano que a juzgar por su distribución, antaño se usó como calabozos. Incluso contaba con una admirable capilla en la que llevar a cabo sus rezos y disciplinas religioso-militares. La ubicación, a su gusto, a varios cientos de metros de la urbe, con buena comunicación pero lo suficientemente apartada como para no ser molestado en días si no lo quisiera. Sin duda alguna, el lugar perfecto para retirarse tras diez largos años de campaña.

No se preocupó por cerrar las puertas a cal y canto, ni por los caballos una vez los dejó en los jardines (que contaban con sus caballerizas y abrevaderos). Únicamente tomó del viejo carro su panoplia y su colección de arcones, baúles, mochilas y bolsas, en las que guardaba recuerdos, recambios y una obscena cantidad de monedas con la que tanto él como varias generaciones posteriores vivirían holgadamente, si es que tuviese descendencia.

Cuando hubo apilado todo en el aposento que se intuía como principal, encendió un fuego. Y del fuego prendió unas antorchas, porque ya anochecía. De su morral sacó un conejo y un par de nabos que tras prepararlos, cocinó en esa misma habitación y devoró cuando el hambre tornó insoportable, aún a medio cocinar. 

Mientras cenaba se percataba de los pequeños detalles de las estancias a la luz de las llamas. Aún podían verse tapices ajados, instrumentos de peltre a modo de decoración, vasos y espejos, algún cuadro, pieles, incluso quedaba algo de ropa en el mobiliario. 

Habiendo cenado y acabado la última de las botas de vino, se tumbó en la cama y a su lado puso en su funda a su espada, Caricias. Cayó dormido casi al instante. 

*

Era noche cerrada. Habrían pasado cuatro o cinco horas desde que el sol se ocultara en el horizonte y dejara paso a la oscuridad de aquella noche de otoño. Las antorchas ya se habían extinguido y tímidamente quedaban algunas llamas en la chimenea, atadas al grueso y ennegrecido leño que crepitaba sobre unas brasas rojizas e intensas. El sonido de un cristal al romperse le devolvió a la vigilia. Gruñó. - Condenado perro... - desde hacía semanas, Tocapelotas, que así es como llamaba él a un perro mestizo que le venía siguiendo, no dudaba en asaltar sus improvisados campamentos en busca de restos de comida o calor de un fuego moribundo. 

De nuevo un sonido, esta vez un pesado sillón de madera, siendo arrastrado. Arrugó la nariz y terminó de abrir los ojos. Su fino instinto de advertía de algo más. Malhumorado y con ciertos indicios de resaca echó mano a Caricias y se sentó en el lecho, haciendo oído y mirando al vacío existente entre él y las llamas. 

Solamente el fuego arrojaba algún discreto chasquido. 

De pronto un zumbido, muy breve, creciendo en intensidad. Lo siguiente de lo que fue consciente es de estar tumbado en la cama, sangrando por la nariz, rota, y un dolor muy intenso en el rostro. Aturdido, sin soltar a Caricias, con su mano izquierda se palpó el rostro y se percató de que alguien le había arrojado un pesado cántaro de arcilla. Se levantó como pudo profiriendo maldiciones e hizo varios aspavientos con la espada, de la que salió despedida la funda provocando un estridente ruido que partió la quietud de la noche una vez más. 

Tambaleándose buscó una antorcha apagada y reavivó las llamas. Volvió a prenderla para darse cuenta cuando iluminó la sala nuevamente, de que estaba solo. Completamente solo. ¿Lo estaría soñando?... la nariz rota, empapando su boca con ese sabor empalagoso y metálico era muy real. Las heridas superficiales en su rostro. El zumbido, recordó el zumbido. Alguien le arrojó el cántaro. 

Buscó por las dependencias. Se había olvidado por completo de que no llevaba armadura, ni ropa, ni botas. En su diestra a Caricias y en su siniestra la antorcha. Al cuello el símbolo de su deidad en su muñeca una pulsera regalo de la última mujer de la que se enamoró y de cuyo lado tuvo que partir.

Llegó a uno de los grandes salones y comprobó el sillón corrido y cristales en el suelo con los que se cortó la planta de un pie. De nuevo maldijo, esta vez en otra lengua. Un sonido le alertó por la izquierda. Fue girar la cabeza y encontrar frente a su rostro una jarra de latón que voló hacia su faz y le abrió una brecha sobre la ceja al impactarle. De nuevo maldijo y cayó de espaldas, notando el frío suelo en su cuerpo. 

- Maldito hijo de su ... - Dijo irguiéndose nuevamente - Asuntos familiares - repitió, confirmando evidentemente que había gato encerrado. 

Clavó la rodilla derecha en el suelo y dejó la antorcha caer. Tomó a Caricias con ambas manos por la empuñadura, colocando la punta en el suelo, completamente vertical. Cerró el ojo con el que aún podía ver claramente (el otro ya estaba anegado por la sangre) y por unos instantes se pudo concentrar. Nuevos objetos volaron hacia él a medida que iba conjurando. Un taburete que lo desestabilizó, golpeándole en el costillar derecho dejando algunas fisuras, un candelabro que fue a caer a un metro de su pie izquierdo y un trozo de reja oxidada que saltó desde una de las ventanas hacia el interior, cayendo igualmente a pocos metros. 

Terminó su oración en una lengua que nadie sabría reconocer en varios miles de millas a la redonda y un pulso surgió de la hoja de Caricias. Una burbuja etérea que creció hasta salir de los límites del gran salón, arrastrando una corriente helada de aire que agitó todos los objetos. 

Abrió su ojo derecho y allí lo vio. 

Flotaba como un harapo mecido en el viento. Un espectro plateado y brillante, que bien podría confundirse con la forma de una cortina desgarrada con innumerables hilos enmarañados y agujeros por los que se filtraría la luz. Un ente que, allá donde debería tener cara, únicamente disponía de tres manchas negras, como tres vacíos en una voluta de blanco y denso humo de pipa. Tres manchas azabache y difusas, dos ojos violentos y agresivos y una boca abierta grotescamente del tamaño de su puño que parecía gritar en silencio. Ese espectro que con sorpresa descubrió que le observaban, que por primera vez en muchos años (quien sabe si siglos o milenios) le miraban a esos ojos vacíos y de eterna negrura. Ese espectro que en el momento que le miraban, tocaba con brazos amorfos y volubles un ánfora rota en el suelo que vibraba cerca de su presencia, dispuesta a ser arrojada. 


- ¿A quién ibas a tirarle eso, hijo perra? - Envalentonado por tenerle ya localizado, el desnudo caballero se levantó asiendo su espada larga con ambas manos. Ahora podía verle, pues después del hechizo todo parecía brillar en ese mismo tono plateado y la luz de la antorcha ya no era necesaria. 

El espectro dibujó en ese rostro abstracto una mueca violenta y un gañido retumbó en la sala, nacido de esa boca que jamás se cerraba. De pronto ese ánfora surcó los aires directa a impactar contra el rostro herido. Hábilmente fue esquivada, estallando contra el suelo. 

El caballero corrió hacia el espectro tan rápido como le permitió su pie lacerado, blandiendo a Caricias con decisión. Al igual que una voluta de humo, el fantasma se elevó emitiendo un chillido desagradable y vil, quedando fuera del alcance de su espada, lo que desató una oleada de improperios. 

Enfadado por la cobardía del espectro, se acercó a la mesa central del salón donde agarrando cualquier cosa se la arrojaba, comprobando lo inútil de sus actos al atravesar sin efecto al incorpóreo enemigo que seguía revoloteando en las alturas, emitiendo sonidos que podrían describirse como carcajadas de bisagras oxidadas, mientras mostraba una mueca burlona. 

Confiado, el caballero agarró un taburete con su mano derecha, levantándolo con fuerza. Pronunció unas palabras en esa extraña lengua, una bendición, y besó el objeto antes de arrojarlo contra la entidad. 

- ¡DOOOGGHHHH...!

El sonido de un grito chirriante y herrumbroso surgió del fantasma cuando el taburete impactó de lleno allá donde debería tener su abdomen. Acto seguido el descendió, encorvándose y retorciéndose. 

Aprovechando la oportunidad cargó contra él propinándole un rodillazo en ese rostro en continuo movimiento. 

- ¡DAAGHHHH!

De nuevo surgió el chillido que no hizo más que aumentar las ganas del aventurero de provocar sufrimiento en ese repugnante ser. Con su mano izquierda agarró a esa forma por donde debería tener el cuello, pues como era hombre santo y divino tenía poder de actuar contra los entes malvados aunque fuesen incorpóreos, mientras que con su sagrada mano derecha, aún empuñando a Caricias, golpeó con saña aquello que debía ser el rostro del enemigo, arrancando gemidos y gritos en cada golpe. 

No pudo disfrutar de más de cinco o seis mamporros cuando sus manos comenzaron a entumecerse y congelarse. La debilidad las invadió, pues tocar a un espectro vuelve espectro a quien lo toca, así que se vio forzado a soltarle y dar un par de pasos hacia atrás. El espectro, retorciéndose aún en el suelo, gimiendo de dolor tras el duro castigo, estaba indefenso y a merced del campeón. 

Pronto el calor volvió a recorrer sus manos y asió con ambas la empuñadura de Caricias. La levantó por encima de su cabeza y asestó un golpe que acabaría con esa pesadilla, devolviendo al espectro al lugar donde debería estar. 

Resisténdose, esa voluta de humo plateado se desplazó velozmente como movida por una fortísima corriente de aire que en línea recta la empujaba fuera del alcance del letal impacto. Como consecuencias, Caricias impactó en la dura roca que conformaba el suelo, partiendo el bloque a la mitad así como despuntando el sagrado acero del que estaba hecha. 

- ¡Maldición! - gimoteó el caballero al escuchar el chasquido metálico, pues como es bien sabido, una espada con la hoja partida pierde todas sus propiedades mágicas. Así pues arrojó a Caricias al suelo, prometiéndose refundirla por enésima vez, pero lamentándose de haberla perdido en un momento crucial como era este. 

Se acercó decidido entonces al vapuleado espectro que, lejos de querer rendirse, aún le acertó con dos macetas y un atizador, provocándole nuevos moratones y cojeras y obligándole a utilizar un taburete para traseros generosos como escudo mientras se intercambiaban golpes. Ahora un derechazo allá donde debiera estar el vientre, ahora un leño en la espinilla, ahora un leño bendito impactado en no se sabe qué sitio pero que provocó un chirrido más alto de lo habitual, ahora una jarra de metal que se abolla contra su cráneo en un descuido de defensa baja. 

Durante horas duró la contienda entre esos dos colosos de mundos tan distintos. Contienda que les hizo recorrer casi todas las habitaciones y ambas torres de la gran mansión, pues ambos eran testarudos, cada uno a su manera y también disfrutaban del dolor propio y ajeno. 

Finalmente, el cuerpo mortal comenzó a ceder el terreno, lastrado por las heridas y el agotamiento físico. Su rival era increíblemente hábil, rápido y resistente. Decenas de veces había podido librarse de estos seres castigándoles con el poder que sus dioses le conferían y bastándose de un par de buenos golpes, pero en este caso la presencia le superaba. Eso sólo significaba que aquello que ataba al espectro al mundo de los vivos era un vínculo muy fuerte. A veces amor, otras una deuda, otras una férrea voluntad de no marchar, de no reconocer la propia muerte. Entre maldiciones e improperios, el veterano de cientos de batallas parecía que caería frente a un espectro más poderoso de lo habitual. Acorralado, se dejó caer en uno de los rincones del gran salón donde todo comenzó y al que habían regresado horas de contienda después. La voluta de humo plateado revoloteaba triunfante, eligiendo caprichosamente algún objeto pesado o punzante con el que poner fin al sufrimiento de su contendiente. 

- Eres un bastardo desagradecido... - Increpó el caballero en un momento de respiro,temblando a causa del cansancio o del frío, debido a su completa desnudez. El espectro lo miró con esos ojos vacíos y esa expresión nunca se sabía de ira o de sorpresa - Debes llevar siglos en estos muros, atormentando a todo el que hace noche, compra el lugar o curiosea por aquí... y ahora que encuentras a alguien que te planta cara, que te hace recordar el dolor, que combate limpiamente y que ha comprado tu casa, no tienes ni el detalle de darle una muerte noble. Me matarás arrojándome la cristalería buena del señor de la casa o empalándome en un escobón. 

El espectro, paralizado, lo miraba desde las alturas con una mueca que por primera vez quiso asemejar algo de asombro o incredulidad. 

- Yo, todo un campeón de la Ley, muerto por poco más que un accidente doméstico. Apuesto a que eras el jardinero, a quien enterraron vivo al pie de uno de sus setos por fornicar con la señora. Lo digo porque más que macetas y troncos no me has arrojado, con toda destreza, debo reconocer - ahogando muecas de dolor debido a las heridas, el caballero hablaba mientras contemplaba que el espectro permanecía flotando frente a él, quieto, mecido únicamente por brisas invisibles que movían sus formas a todos ojos raídas y deshilachadas. 

- Así que solamente te pido una cosa. Antes de que me empales en un escobón o de que me abras la cabeza con un ladrillo, déjame ver tu rostro y escuchar tu historia. Así en la otra vida sabré quién me ha dado muerte y por qué estaba tan enfadado conmigo - dijo mientras levantaba la mano izquierda hacia el espectro, quien impasible, sencillamente permaneció a la espera. El desnudo caballero musitó nuevamente unas palabras en esa extrañísima lengua. De sus dedos brotó una luz, verde y pálida, que se dirigió hacia esa voluta de humo que le había derrotado. Ese fantasma hecho jirones comenzó a chirriar al tiempo que los harapos que parecía vestir, se rompían, dejando ver una figura y forma concreta, pero igualmente traslúcida y etérea, apagada y triste. 

Ante él ahora no flotaba una sábana raída y sin forma, sino una mujer, ni vieja ni joven, vestida de pieles y con la cara pintada en tonos azul, de cabellos rizados y enmarañados de tono cobrizo que flotaban como sumergidos en agua. Sus ojos tomaron forma, pero siguieron siendo negros, al igual que el negro que se adivinaba en el interior de su ya definida boca. Un arco a su espalda y una honda en su mano. Recia y de fría y tosca belleza. Magullada también, quizá no tanto como él pero bastante castigada en cualquier caso. 

Al verla, la reacción del caballero tras unos segundos ensimismado, fue cubrirse discretamente sus vergüenzas. Aclaró su voz y la invitó a hablar. 

- ¿Y bien?
- Puedo... ¿puedo hablar?... - su voz sonaba grave para ser de una mujer, algo metálica en su timbre, e incrédula en su tono. 
- Y más vale que lo aproveches, este conjuro es de corta duración. 

Aún incrédula voló por la estancia errante, mirando sus brazos y sus piernas, flotando ensimismada en su ya olvidada forma mortal. 

- Yo... yo soy... yo era... ¡Arndis Cuerda de Seda! - consiguió decir mientras frente a un reflejo se miraba y tocaba su torso invisible, traspasándolo con la mano, queriéndose reconocer a sí misma - Yo era cazadora... 
- ¿Y cuál es tu historia Arndis? - consiguió preguntar él tras un tos violenta. 
- Mi tierra... esta fue siempre la tierra de mis antepasados... Pero los extranjeros vinieron... no respetaron las tradiciones... no respetaron al pueblo... Los extranjeros hicieron de nuestro hogar muros y cristales. Los extranjeros, ellos fueron, ellos fueron... Nos empujaron a la muerte. ¡Terribles torturas! ¡Mucho sufrimiento! Y Arndis Cuerda de Seda juró venganza. ¡Y yo he vengado y vengaré a los míos! - golpeó fuertemente el cristal que devolvía el reflejo de su rostro, haciéndolo estallar.  
- Triste historia. Supongo que fuiste una Kjern de estos páramos. La civilización causó estragos por aquí a su paso en busca de metal. 

- ... ¿y tú?... Tú que me has dado una noche de caza, una noche de lucha... - Arndis se acercó al herido hasta que el uno sintió el frío de la muerte y la otra el calor de la vida - Tú, hombre desnudo que luchaste contra mí y me hiciste recordar el dolor, pero no el sabor de la sangre, el cansancio, pero no el gusto del sudor, las heridas, pero no el escozor de la sal... Tú que me has dado la voz y la forma otra vez, ¿quién eres?
- ¿Acaso importa?... Acabemos con esto de una vez - el caballero a duras penas se irguió, entre lamentos ahogados. 

El primero de los rayos del sol tomaba presencia en la estancia. Tímidamente, como un recordatorio de que la noche llegaba a su fin. Arndis el espectro, asiendo con su gélida mano izquierda el cuello del desnudo caballero y amenazando con la derecha empuñando un trozo de cristal que parecía incluso cortar el viento.

- Lo exijo, pues has sido un digno rival. Has sido valiente antes y ahora. Y orgulloso. Lo exijo. ¿Quién eres tú?
- Tu venganza te mantiene atada a este sitio. Consideras que esa es tu misión y en este caso, tu voluntad ha sido más fuerte que la mía - Tras una pausa el caballero apenas sin fuerzas, asió con sus manos el brazo con el que el espectro atenazaba su garganta, amenazante y sonriente - Puedes ser libre si vacías tu corazón de odio o si consideras que tu misión está acabada aquí. 
- ¡CONTESTA! - gritó Arndis, y el grito se confundió con un chirriar metálico que hizo vibrar los pocos cristales que quedaban en la estancia. Acercó el afilado cristal con el que le amenazaba al único ojo que a su enemigo aún le quedaba sano. 

- No voy a suplicar por mi vida. Si me has derrotado estoy en tus manos. He tenido una vida plena - haciendo acopio de aire, medio asfixiado, respiró pesadamente para continuar hablando - Esta mansión quedará en manos de nadie, pues es mía ahora y moriré sin descendencia. Otros vendrán y los degollarás como vas a hacer conmigo. Tú eliges el inquilino.  

Arndis levantaba al guerrero ya varios palmos sobre el suelo. Sus cabellos flotaban, el conjuro se desvanecía y sus piernas ya volvían a ser un jirón de humo. Fuera de sí, obcecada en conocer el nombre del guerrero al que había derrotado pero de quien había recibido un combate digno, insistió en conocer su identidad como mandaba su antigua tradición. Con un gélido y herrumbroso hilo de voz, susurro - Tu nombre...  

Él, aferrándose con fuerza a la muñeca de la mano que atenazaba su cuello hasta el borde de la asfixia, contestó. 

- Soy Sir Artusí de los Pobres de Espíritu. Acabemos con esto de una vez. 

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