domingo, 8 de julio de 2018

Ascenso a las estrellas

Minuto noventa y tres. La grada jaleaba ante el pase en profundidad que el centrocampista había trazado con precisión de cirujano a través de la barrera defensiva, severamente adelantada fruto del incesante asedio que llevábamos sufriendo durante toda la segunda parte. Corrí entre los defensas, quebrando la cintura de uno de ellos y rezando por no haber apurado un fuera de juego que pudiera echar por tierra esa última oportunidad de empatar el partido. Ellos, visitantes, con tres tantos. Los locales llevábamos dos y sufriendo, uno de ellos de carambola, pero había subido al marcador. Las estadísticas y las apuestas apoyando al rival, la afición dividida y el sol en nuestra contra. Crucé la línea defensiva por la diestra del cuatro rival, mientras que el balón, en definición perfecta, hacía lo propio por su siniestra. En mi mente, la imagen del árbitro segundos antes consultando su reloj se dibujó con total nitidez cuando me encontré con el balón a unos veinte metros del portero rival. Avancé exprimiendo las últimas energías que me quedaban y vi cómo el cancerbero intentaba abarcar lo inabarcable extendiendo sus brazos para tapar huecos. Impulsé el balón con un toque más y corrí casi sintiendo el aliento del defensa rival en mi cuello. Todo enmudeció cuando del empeine golpeando el cuero sonó un… ¡zud! y acto seguido la pelota volaba hacia portería. Surcó el área recta como un obús de artillería, pasando bajo el brazo izquierdo del portero, pegada a su costado. Éste no pudo más que intuir el chut y para cuando quiso bajar los brazos el balón volaba ya varios metros tras de él. Comencé a celebrar el tanto incluso antes de que el balón hubiese entrado en portería. Mientras echaba a correr con los brazos abiertos, la pelota golpeaba con fuerza la red, arrancándole ese sonido, como un rasguido, propio del impacto del cuero ante esa infinidad de nudos. La grada rugió enfervorecida e instantes después, el árbitro pitaba el final de la contienda, sentenciando que salvábamos más que un punto valiosísimo: salvábamos la honra ante el eterno rival. Desperté, como siempre, cuando pateaba el banderín de corner de pura rabia. Había vuelto a soñar con aquel encuentro. Una o dos noches por semana lo revivía, idéntico a como ocurrió. Miré el reloj. Llegaba tarde a clase.


***


El fútbol profesional me dio de lado cuando descubrí su naturaleza menos visible. Esa que no sale en las noticias. El reverso del deporte rey: un día destacas en el juvenil de uno de los grandes y de pronto empiezan a llover amigos; “prueba esto, impulsará tu carrera”, “no te preocupes, está dentro de los límites”, “solamente saca lo mejor de ti, nada que no tengas dentro”... frases que en una etapa temprana de deslumbramiento y de ego exacerbado pueden marcar tu carrera. Tú, ignorante como eres, habiendo escuchado tanto de Di Stéfanos, Maradonas y Cruyffs, lo das todo por ser como ellos. El canto de sirena de la fama, el éxito y el estrellato te embelesa con una facilidad pasmosa y comienzas con algo irrisorio. Solo probarlo, por ver qué tal. Quizá más por efecto placebo que por el del propio fármaco, sientes que en ese partido has brillado. Tus pases son más precisos, dejas atrás a cualquiera en un sprint e incluso la grada parece más eufórica, atronadora. Y esa ovación, créeme, es lo verdaderamente adictivo.



Una carrera fulgurante. Los columnistas alaban tus tantos y las redes sociales difunden tus hazañas en el campo. Gustas y te gustas. Te permites soñar con lo que tanto tiempo llevas anhelando: fichar por un equipo de primera con renombre, deslumbrar, levantar uno de los grandes títulos y convertirte en una leyenda. Los comentarios de tus allegados no hacen más que alentar estas fantasías y la impaciencia te corroe. Como un Ícaro que pretende llegar a lo más alto, no piensas en las consecuencias de tus actos. Piensas que tus alas serán eternas y que el mundo está puesto ahí para ti. Necesitas resultados ya, porque con casi veinte años puede que estés llegando tarde.


De pronto, meses mas tarde te encuentras firmando tu carta de renuncia por irregularidades en tus análisis. Has querido correr antes de saber caminar y puede que en un partido importante, repleto de ojeadores y prensa, hayas excedido los límites pensando que una pizca más de ésto o aquéllo te proporcionará ese punto extra y pasará desapercibido. Es paradójico cómo con algo tan minúsculo, incluso un error de cálculo puede arruinar una carrera entera. Ahí termina todo. Esa firma en el documento de renuncia sentencia el fin de tus sueños.


Pagas tu frustración con el mundo entero, pues es quien ha conspirado contra ti. Destierras todo sentimiento de culpa o arrepentimiento, reemplazándolo por reproches, amarguras y acusaciones. Te repites todos los días “y yo qué sabía”, “han ido a por mí, porque todos lo hacen”, “hay otros intereses en juego aquí”...

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Llegué a la clase con tres minutos de retraso. Los chicos se encontraban vestidos y calentando. La capitana de esa tropa de alevines anunció mi llegada y pronto todos hicieron un corro a mi alrededor. Saludé a algunos de los padres que aún quedaban por la cancha y tras ello, a dos golpes de silbato, el equipo comenzó a correr de portería a portería, conduciendo sus balones con mucha pericia. Se notaba que venían con ganas, como siempre. Miro sus caras, tan frescas como la propia mañana del sábado y pienso en el futuro prometedor de cada uno de ellos, en las lesiones que tendrán que afrontar, en los noes de los representantes o en los fracasos en encuentros decisivos, tanto dentro como fuera de las pistas. De todos ellos, con suerte uno llegará a lo más alto, no sin haber dejado muchas lágrimas sobre el cesped y sobre su almohada. Y a ése, como a ninguno, le dejaré cometer los mismos errores que cometí. Porque el juego limpio es la máxima del Dédalo F.C.


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